martes, 29 de septiembre de 2009



La fluctuación cromática se ha hecho fuerte en estas nuevas pinturas de Delia Piccirilli (1960), y no está dispuesta a renunciar a nada. Ello sin duda es causa principal de la expansión de los formatos, de una incontenida tendencia hacia la abstracción y del manejo de una técnica pictórica convulsa. En tales cuatro puntos cardinales, cuyo norte es ese color de apariencia descontrolada, se asientan la coherencia de las telas. Se expone aquí alguna obra de 2003 donde aún aparece rastro evidente de aquella pintura vaporosa hecha de cavernas y oquedades, medusas de veneno transparente, acogedoras masas nubosas y líricas pero también habitadas por cierta perversión. Todo ello se mantiene de alguna manera en su serie más reciente de obras azules y rosas, pero más allá de lo sensorial y lo poético, en éstas se llega a algo que parece una explosión mental, una invitación a la descomposición casi atómica de la mirada y al viaje abstracto. Sugerimos que Piccirilli se coloca entre el artificio declarado y cierto salvajismo. El gesto opera, tanto en fondos como en los caudales que a veces los recorren, pero la composición es siempre resultado de un plan. De hecho, ese color erigido rey funciona como concepto, como precaución, si se prefiere. Ahora que, indudablemente, la sacudida es también una libertad tomada. Sus masas de color más que ser frutos de deslizamientos de la mano lo son de desprendimientos, por causas y leyes naturales. Y es que aquí entra también en juego cierta violencia natural algo que, nada en broma, podríamos llamar bio-lencia. El estruendo de esa tormenta está hecho de ondas visuales poco perceptibles y se confunde con el silencio. Pero realmente puede oírse una carcajada no exenta de rabia en la que se oye “Rosa es de niña y azul de niño”.
Abel H. Pozuelo

La pintura, la libertad.
Son formatos crecidos, importantes. Manchas de color que no se pueden llamar manchas, cómo decir, porque la acepción “sucia” de la palabra no tiene aquí cabida. Campos de color, y tampoco: cada vez más abiertos, estos colores no tienen puertas, y los límites geográficos, geométricos, que a veces, antes, estructuraban –superestructuraban- sus cuadros, se han batido en retirada. Focos de color, seguramente, porque arrancando de una suerte de núcleo plano y ancho, cada color se expande y se adelgaza sobre la superficie del cuadro, superponiéndose a otros, matizándose, cubriéndolos camino de una monocromía cada vez más obsesiva y dominante.
En el color, en la calidad y la peculiaridad de sus colores, es donde Delia Piccirilli se hace reconocer. No son colores naturales, son tintes y pigmentos voluntariamente artificiales, inencontrables en la naturaleza como no sea en algunas noches raras, en algunas flores exóticas. Son colores ácidos, plásticos, acrílicos. Los colores de la psicodelia, y lo he escrito ya alguna vez. (Me muero de ganas de decirlo, Psicodelia Piccirilli, como un homenaje a ella, a su pintura y a Guillermo Cabrera Infante, al que citaré enseguida).
Porque esos colores psicodélicos, que la relacionan con los pop de los sesentas-setentas, han estado siempre en su pintura, mantenidos en su evolución coherente. Ella “firma” con la artificialidad expresa del color –que siempre es artificial en pintura, aunque a veces trate de disimularlo; porque, y parafraseo a Guillermo Cabrera Infante, en pintura, la naturaleza siempre es “naturaleza”. Entre comillas. Es decir, materia mental que encuentra la manera de referirse a lo natural, si quiere. Sólo si quiere: eso no afecta al “ser” del cuadro, que siempre, siempre, lo quiera o no, es una superficie pintada y artificial.
Las referencias de Piccirilli son voluntariamente mentales. Lo eran cuando empezó con esa figuración arquetípica y mítica. Lo seguían siendo cuando incluía la matemática para cerrar los campos de color –que no obstante, pugnaban por mantenerse en su sitio, en una especie de divorcio con las formas a veces puramente geométricas, a veces viscosamente biológicas, que la pintora se obstinaba en superponerles. Lo son ahora, cuando campan cada vez más solos, mandando en el cuadro, donde siempre mandaron, pero imponiéndose como la única y verdadera realidad “visible”. Buscando una cierta circularidad, nueva como una tentación, como si el ojo hermético pretendiera mirar desde el cuadro, conducir la mirada al cuadro, cerrarlo. Y de mirar se trata. Ahora, cuando la referencia es, otra vez, arquetípica y esta vez irremediablemente maternal: azul para el niño, rosa para la niña.
Una cierta circularidad: afirmación del cuadro como una realidad cerrada, entera, rotunda, que se puede definir –el cuadro- con el término que acuñó Umberto Eco para la literatura, y que ya antes me he permitido aplicar a la pintura de Delia Piccirilli: Epifanía.
Epifanía quiere decir afirmación de la autonomía de la obra, presencia ácida y luminosa y artificial del cuadro. Epifanía quiere decir que el cuadro terminado, aparecido, convoca el temblor de la creación –eso de inexcusable que tiene la pintora pintando esa tela- mientras ofrece las leyes lingüísticas para ser comprendido. Leyes interiores, las normas del juego, y también las referencias a un mundo que ya hemos convenido en que era mental, puramente mental. Entonces los colores que parecen venir de más allá de la percepción común, que parecen sobrevivir a un trip iluminador, nos envían al fondo de su propio misterio. A ese lugar (mental) que está más allá de la realidad: ese sitio donde las mudas pero elocuentes palabras de la pintura han articulado un discurso misterioso: un discurso poético.
Poesía es lo que está detrás o entre las palabras poéticas. Poesía es el misterio transformador de esa realidad sutil que es la palabra. Pues bien, poesía es lo que está detrás de los pigmentos, lo que está detrás de los colores en ese artefacto que es el cuadro.
Abstracción lírica, sin duda.
Antes, la pintura de Piccirilli ponía señales y ponía marcas. Antes eran figuras que remitían a discursos reconocibles, asumibles como referentes. Asideros señal cada vez más abstractos, que primero fueron emblemas “figurativos” y luego figuras geométricas, y siempre, representaciones anteriores y colectivas, clisés de otras ideas. Pre-representaciones. Ahora va dejando al mirón más sólo, más desprovisto de agarraderas. Cada vez es más esencial lo que cuenta. Cada vez más oscuro, en el sentido del entendimiento. Con una claridad recóndita, sutil y brutal a un tiempo, que no es otra que la de la poesía. Y, más hermética, más críptica, pero siempre mantenida como suya, esa coherencia mítica, arquetípica.
Azul para el niño, rosa para la niña. Efectivamente, azules contagiados y contagiosos, brillantes, fosforitos, movidos a los lados de su espectro. Rosas mórbidos, rojos, mixtos y encendidos. Y se enfrentan en cuadros cada vez más monocromos, de la misma mano y en el mismo discurso...
Sería muy elemental a estas alturas hablar de guerra de los sexos, pero no es baladí que Delia Piccirilli sea una mujer. Hay un inevitable referente identitario que nos golpea desde la fuerza de esos colores, desde el movimiento de esos colores. Hay esa autorreferencia a la mujer que está pintando, y también transmitiendo cómo se ha de ser: azul el niño, rosa la niña, o la mujer como transmisora del tópico tradicional, y a un tiempo como la que se rebela y discute lo que ha de transmitir...
Poesía hermética, críptica. Pintura abstracta. Porque se trata de pintura propiamente dicha, sin concesiones. ¿Otros formatos? Piccirilli sabe jugar, igual de creativa, a vestir de colores a la Cibeles, a mover masas y luces, a crear espectáculos totales. Y lo hace y lo disfruta con vocación, entusiasmo y profesionalidad. Pero pintar es otra cosa. La suya es una pintura que transmite la alegría pegadiza de la creación, del juego de la creación. Un juego donde no hay nada forzoso, ni siquiera, y Delia lo sabe muy bien, jugarlo. Pintar no es obligatorio, no es un trabajo, no es un negocio. Está en el reino de lo necesario, pero de aquella manera en que reinan la real gana y lo lujoso, es decir, la libertad. La necesidad de la pintura está demasiado dentro, es demasiado íntima, no necesita cumplir más que consigo misma. Pero qué fuerte esta exigencia, qué ineludible jugar al juego innecesario, qué imprescindible hacer lo que se es. Y Delia Piccirilli es pintora.
Rosa Pereda
Madrid, 19 de Mayo de 2005.